Hubo un tiempo cuando caminabas entre los hombres y ocultabas toda la opulencia de tu rango divino detrás de las más sencillas y raídas ropas, muy distintas a las hermosas prendas y coronas con las cuales se adornan tus imágenes.
En ese tiempo, morabas en una vieja y desvencijada mezquita y te sentabas sobre un trozo de tela, no en las fastuosas sillas en las cuales reposan tus estatuas.
En lugar de todas las preparaciones y dulces que se presentan ante tí para que las bendigas. En aquel entonces mendigabas puerta a puerta tu sustento diario y al final del día terminabas tan pobre como al salir el sol.
Dormías en duro lecho, cuando no en una tabla colgada del techo. Y ante tu presencia, podían esperar dignatarios y gentes de alcurnia, mientras atendías a humildes y enfermos.
¿Que afortunado destino permitió a algunos vivir en aquellos días para conocer y recibir lo que venías a dar?
¿Que mala suerte o signo oscuro tenían aquellos que viviendo en tu tiempo y tu espacio no llegaron a recibir nada de tu luz?
Tus devotos sabemos con certeza que sigues actuando y velando por nosotros. Pero aún así....¡Quién hubiese vivido aquellos días!
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